Los sueños de Goldman Sachs y el futuro del sistema internacional

La aspiración de predecir el futuro y otorgarle un sentido a la historia, es tan vieja como la humanidad.


Los teólogos, filósofos e historiadores han tratado infructuosamente de anticipar el curso, las etapas y el fin de la historia. Hacia fines del siglo XX la “futurología” se extendió a los economistas y otros cientistas sociales, siendo Francis Fukuyama un ejemplo patético de esta tendencia.

Lo que no registra precedentes es que un grupo financiero, en este caso Goldman Sachs, se subrogue en el papel de los antiguos augures y pretenda “construir” el siglo 21, a partir de un sueño. En el ensayo “Dreaming with Bric’s: The Path to 2050”, elaborado en base a la propuesta de uno de sus economistas Senior Jim O’Neill, patenta la sigla y la idea que luego se institucionaliza en el Grupo compuesto por Brasil, Rusia, India, China y, posteriormente, Sudáfrica.

La tesis de Goldman Sachs reconoce que esos países tienen un potencial económico tal que pueden convertirse en las economías dominantes hacia el año 2050. Tendrían el 40% de la población mundial y un PBI combinado de casi 135 mil billones de dólares. En, prácticamente, cada escala que se mida serían las entidades más grandes en la escena global.

Todos ellos han cambiado sus sistemas políticos para abrazar el capitalismo global. Goldman-Sachs predice que China e India, respectivamente, serán los proveedores de tecnología y servicios, mientras que Brasil, Rusia y Sudáfrica tendrán una posición dominante como proveedores de materias primas y alimentos. Así el BRICS tiene el potencial de formar un bloque económico de enorme alcance con un estatus mayor que el actual G-8.

En suma, después de la crisis 2007/2008, el balance del crecimiento mundial muestra un corrimiento decisivo a favor de las economías del BRICS que aseguraría su primacía en el sistema internacional, hacia mediados del siglo.

Sin cuestionar la importancia y el potencial de cada uno de los cinco países mencionados: ¿Podemos aceptar que forman un bloque homogéneo a largo plazo? ¿Es sensato pensar que las tendencias o intereses comunes, primarán sobre las diferencias de todo orden y los intereses nacionales de cada una de las partes? ¿Lo que hace Goldman-Sachs tiene bases consistentes para fundar un nuevo paradigma de crecimiento o refleja una visión que, en lugar de definir un nuevo camino del desarrollo capitalista, no hace sino continuar el modelo estadounidense?

Para dar respuesta a esos interrogantes nada más eficaz que revisar la experiencia de los pronósticos y expectativas a lo largo del Siglo XX.


¿QUÉ PASÓ EN EL SIGLO XX?

Le propongo al lector que nos imaginemos viviendo en el Londres de 1900, la capital del mundo de ese tiempo. Europa dominaba el Hemisferio Este. Era difícil encontrar un territorio que no estuviera dominado directa o indirectamente desde una capital europea.

Europa vivía en paz y gozaba de una prosperidad sin precedentes.

La interdependencia entre las naciones de Europa debida al comercio y las inversiones era tan grande y globalizada, que nadie, seriamente, podía imaginar una guerra. Ello aparecía como un imposible y si algún conflicto se desatara acabaría en unas pocas semanas ya que los mercados financieros globales no tolerarían la inestabilidad. El futuro parecía fijo y sólido: una pacífica y próspera Europa se preparaba para gobernar el mundo.

Trasladémonos ahora, imaginariamente, a 1920. Europa salía de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) hecha pedazos. El exterminio y los daños superaban, en crueldad y cuantía, cualquier otra contienda a lo largo de la historia.

Como consecuencia desaparecían o se desmembraban cuatro imperios: el Austro Húngaro, el Otomano, el Ruso y el Alemán. La guerra terminó cuando el continente exhausto presenció el ingreso de un millón de soldados estadounidenses que, con precisión quirúrgica, entraron y salieron velozmente del conflicto, dejando configurada su calidad de nueva potencia mundial y una nueva Europa que diseñaría junto a sus aliados.

El comunismo dominaba Rusia, que se había convertido en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). En el mayor aislamiento pretendía concretar la teoría del “socialismo en un solo país”, lo que hacía muy dudosa su supervivencia.

Al mismo tiempo países que habían sido la periferia del Poder Europeo como EE.UU. y Japón, súbitamente, emergían como grandes potencias.

Pero de todas las certezas que se tenían al finalizar la primera Gran Guerra, había una que no ofrecía lugar a dudas: que las condiciones impuestas a Alemania, por los vencedores –a través del Tratado de Versalles (1919)- desde las indemnizaciones a la mutilación territorial, harían imposible el resurgimiento del poder germano.

Imaginémonos ahora el verano de 1940. Alemania no solo había reemergido sino que había conquistado a Francia y dominaba la mayor parte de Europa. Contra todos los pronósticos la URSS había sobrevivido y era ahora aliada de la Alemania nazi. Gran Bretaña, casi en soledad, resistía los bombardeos alemanes y cualquier persona medianamente informada hubiera opinado que la guerra estaba concluida.

Si bien era ilusorio pensar en el Tercer Reich por mil años, todo indicaba que se había decidido el curso del siglo XX. Alemania dominaría Europa y heredaría la posición imperial conquistada en el siglo XIX.

Saltemos ahora a 1960. Alemania había sido derrotada en la guerra y su territorio partido en dos: la parte oriental dominada por la URSS y la occidental por EE.UU. Toda Europa había sido ocupada por ambas potencias dividiendo sus esferas de influencia entre el Este y el Oeste.

Los imperios europeos habían colapsado. Los EE.UU. y la URSS competían entre sí para ampliar sus respectivas esferas de influencia, no solo en Europa sino en todo el mundo.

Los EE.UU. tenían cercada a la Unión Soviética a través de un colosal arsenal de armas nucleares. Los primeros habían emergido como un super-poder global. Dominaban todos los océanos del mundo y, con su capacidad nuclear, estaban en condiciones de dictar los términos a cualquier rival, en cualquier latitud. La “detente” era la mejor carta que la Unión Soviética podía jugar.

La otra alternativa era que la URSS invadiera Alemania y conquistara Europa. Ésta era la guerra para la que todo el mundo estaba preparado, en medio del terror nuclear que intimidaba al continente europeo.

Imaginemos, ahora, estar en 1980. Los EE.UU. habían sido vencidos, en una guerra que duró siete años, pero no por la Unión Soviética sino por un pequeño país comunista del Asia: Vietnam. La nación americana era vista, y se veía a sí misma, en medio de la desmoralización y el retroceso.

Expulsados de Vietnam, fueron luego expulsados de Irán, perdiendo el control de los yacimientos petroleros, que –ahora- podían pasar a abastecer a la Unión Soviética. Para contener a ésta última los EE.UU. establecieron una alianza estratégica con la China Comunista. Solo a través de esta alianza parecía factible contener el surgimiento soviético que se había extendido a Asia, África y América Latina.

Imaginemos, por fin, el año 2000. La Unión Soviética había colapsado completamente sin que se disparara un solo misil. China continuaba nominalmente bajo un régimen comunista pero iba reconvirtiendo –gradualmente- su economía a modos de producción capitalista. La NATO se expandía en el Este de Europa e incluso en parte de la ex URSS.

Desde la visión “occidental” el inicio del siglo XXI, repetía el panorama de comienzos del siglo XX. El mundo entraba en la “globalización” en un ambiente de paz y prosperidad.

Cualquier tipo de consideraciones geopolíticas eran consideradas de carácter secundario frente a las nuevas realidades económicas y financieras. El conflicto quedaba circunscripto a ámbitos regionales y con características de baja intensidad.

Entonces ocurrió el 11 de Setiembre de 2001 y el mundo giró sobre su cabeza otra vez. Las represalias en Afganistán, Irak, Libia, la emergencia de la “primavera árabe”, las amenazas a Irán por su desarrollo nuclear, la crisis global del capitalismo que disparó la quiebra de Lehman Brothers, y la crisis europea acabaron muy pronto con el idílico escenario del año 2000.


¿QUÉ PODEMOS APRENDER?

Lo primero que surge, como una constante de lo analizado, es la futilidad de pretender hacer proyecciones por una centuria. Tal parece que, respecto del comportamiento del sistema internacional, el sentido común se equivoca casi siempre.

No existe, tampoco, un círculo mágico que cierra cada veinte años, ni una fuerza simplista que gobierna el comportamiento de los actores. Se trata de que aquello que aparece como permanente y dominante en un momento dado de la historia puede cambiar con inesperada velocidad.

Los análisis políticos convencionales sufren profundos errores de perspectiva. No extraña entonces que esos errores se repitan cuando la futurología cae en manos de economistas o ejecutivos de las finanzas, como es el caso del ensayo de Goldman-Sachs que analizamos.

Nadie niega que se pueda predecir la emergencia de nuevos poderes, futuras alianzas, nuevos actores y formas hegemónicas de distribución del poder tanto entre naciones como entre bloques.

Pero la bola de cristal no es un instrumento apto para diseñar el futuro del sistema internacional, aunque sus imágenes las describa Goldman-Sachs.

* Abogado (UNL) y Master en Relaciones Internacionales (Tufts University), EE.UU. Ex Decano de la Facultad de Filosofía y Ciencias del Hombre (UNR). Ex-Embajador y Secretario de Obras y Servicios Públicos de la Nación. Consultor de diversos organismos internacionales (OIT, OEA, Banco Mundial, FAO y UNDP). Actualmente es Director Ejecutivo de la Fundación Raúl Prebisch y del Instituto de Estudios Brasileños de la Universidad Nacional de Tres de Febrero. Integrante de Voces en El Fénix.
José Miguel Amiune