Un libro de Raúl Cerdeiras sobre una nueva política de emancipación

El libro de Raúl Cerdeiras publicado por Editorial Quadrata, comienza con un prólogo del filósofo Alain Badiou, en donde despunta la coincidencia de ambos pensadores en aspectos fundamentales de lo que denomina la nueva política de emancipación, reflejada en parte del prefacio, que se edita a continuación.


PREFACIO*

Alain Badiou

Es una verdadera dicha para mí que mi amigo, mi camarada-de-pensamiento Raúl Cerdeiras, se decida al fin a reunir sus textos más importantes y a publicarlos. Eso completará con felicidad el esfuerzo propiamente extraordinario que representa la publicación regular, durante más de veinte años, de la revista Acontecimiento.

Cuando Raúl y yo nos encontramos, en la segunda mitad de los años ochenta del siglo pasado, estábamos, tanto uno como el otro, aislados en extremo. A escala mundial, era la época de la contrarrevolución triunfante. Sin duda, algunas formas extremas de poder reaccionario le habían cedido el lugar a “democracias” más presentables. En Francia, el partido socialista estaba en el poder después de veintitrés años ininterrumpidos de gobiernos de la derecha. En Argentina, la espantosa dictadura militar no había sobrevivido a la guerra de Malvinas y los políticos del parlamentarismo habían retomado el poder. Sin embargo, ambos concluimos por separado que los gobiernos que sucedieron a esta etapa en Argentina y Francia, no representaban las formas de una verdadera “política de emancipación”, la que debe construirse y desarrollarse siempre a distancia del Estado.

De lo que se trata es de una verdadera revolución conceptual en la idea misma de la política revolucionaria. Mientras que la visión clásica equivale a decir que todo el problema consiste en adueñarse del poder de Estado, ya sea por medio de las elecciones, ya por la fuerza, nuestra visión común sostiene que es en el pueblo, en lo que se dice, se hace o se piensa en él, donde una auténtica política de emancipación encuentra la fuente de su existencia y de su despliegue. Y que eso solo es posible si –interesándose a la vez, vivamente, en los avatares sucesivos del poder del Estado, analizándolos, levantando contra tal o cual decisión del Estado movilizaciones y organizaciones populares– la política se mantiene por completo independiente de aquello contra lo cual se constituye.

Desde luego, en un segundo plano de este imperativo, que puede enunciarse “Piensa y actúa siempre a distancia del Estado, incluso –y sobre todo– cuando se trata de combatirlo”, hay un vasto trabajo intelectual y práctico. Raúl tuvo la amabilidad de pensar que ciertos aspectos de mi filosofía eran importantes para preservar en cada uno la capacidad de –nunca mejor dicho– mantener la distancia. En la idea de la política como procedimiento de verdad irreductible al estado de una situación; en el acontecimiento como fuerza profunda, imprevisible, de una nueva secuencia de emancipación; en el carácter genérico, es decir, realmente universal, dirigido a todos, de una verdadera política: en todo esto encontró con qué alimentar su propia reflexión sobre las características, los atolladeros provisorios y las decisiones particulares de una política gracias a la cual la libertad se anuda con la igualdad, en lugar de contradecirla.

Tanto uno como el otro teníamos ejemplos concretos de momentos en que aparece el esbozo, el ejemplo provisorio de tal política. Por mi lado, había ciertos aspectos de la Revolución Cultural China y de Mayo del 68 que la Organización política prolongaba, con invención, en las fábricas y en los barrios. También estaba la acción organizada de los proletarios sin papeles durante los años noventa, que nos había permitido, entre otras cosas, darle un nuevo sentido político a la palabra “obrero”. Por el lado de Raúl, estaba la admirable movilización, bajo la dictadura, de las “Madres de Plaza de Mayo” y, más tarde, ciertos aspectos de la empresa zapatista en Chiapas, en especial el hecho de que, aun cuando disponía de una fuerza armada, Marcos y sus compañeros no la destinaban a adueñarse del poder, sino únicamente a defender su predominio político en el territorio que habían conquistado y organizado. Raúl y yo, con nuestros amigos y nuestros camaradas, intentábamos así extraer de esos ejemplos lecciones válidas para la acción y la organización por venir. Nada nos desvió nunca de esta tarea, ni en el terreno del pensamiento puro ni en el de la acción colectiva.

Compartíamos la idea de que la cuestión más difícil, la más concentrada, era la del Sujeto de la política de emancipación, desde el momento en que, sin renegar de Marx ni de Lenin, pensábamos que no se podía reconocer tal Sujeto ni en la objetividad de una clase social, como el proletariado, ni en la forma singular de una organización, como el Partido. Por eso examinamos, uno y otro, lo que podíamos retener, en lo tocante a esta cuestión, de las enseñanzas generales del psicoanálisis y, especialmente, del esfuerzo de Lacan por poner las categorías de “real” y de “sujeto” en el centro de su pensamiento, como intentábamos hacerlo en el terreno de la política a través de las nociones de “situación” y de “subjetividad política”. Esta búsqueda libre de referencias contemporáneas que nos fueran útiles establecía entre nosotros un vínculo suplementario.

Todo empezó, entre nosotros, por una carta que Raúl me hizo llegar y a la cual, al reconocer el estilo y el tono de un verdadero camarada, respondí. Luego nos vimos en París, después en Buenos Aires. Guardo un recuerdo memorable de esos momentos: largas discusiones, reuniones improvisadas, mezcla de lenguas, noches de tango, almuerzos apasionados, conferencias, diálogos… Incluso el año pasado compartimos el estrado de una suerte de mitin en que hablamos una vez más, cada uno a su manera, a contracorriente de la opinión “de izquierda”. En efecto, así como yo no había adherido a los gobiernos de Mitterrand entre 1981 y 1995, Raúl no adhirió a Kirchner ni al “kirchnerismo”. En la adhesión de un gran número de intelectuales a esas formas de gobierno, él vio, a muy justo título, una capitulación del pensamiento, el efecto negativo de lo que se podría llamar la atracción del Estado, que arruina en aquellos que ceden a ella toda capacidad para pensar y para practicar una real novedad política.

Le debo también a Raúl una parte importante del reconocimiento que fui alcanzando como filósofo, poco a poco, en Argentina, y luego en todo el continente sudamericano. Tradujo al español y publicó en Acontecimiento, sin discontinuidad, un gran número de textos que yo había escrito, en especial los que conciernen al vínculo entre filosofía y política, a lo que llamo “metapolítica”. Y además, sobre todo, constituyó y dirigió un equipo que tradujo, explicándoselo a sí mismo bajo la dirección de Raúl, el libro mío que es, sin duda, el más importante, pero también el más complejo: El ser y el acontecimiento. Fue para mí una inmensa alegría ver cómo se materializaba, de este modo, el largo camino de amistad militante y personal que habíamos recorrido.

Cuando lo conocí en Buenos Aires, Raúl les daba a algunos interlocutores interesados una suerte de clases en que la filosofía desembocaba en perspectivas prácticas. Esas clases en forma de diálogos eran, al mismo tiempo, de una densidad y de una elegancia decididamente asombrosas. Por eso le puse muy pronto, como sobrenombre, “el Sócrates de Buenos Aires”. A modo de respuesta, él me apodó “el Platón de París”. Es una buena noticia saber que hoy, en las condiciones que conocemos, “distantes aunque sin dejar de pesar uno sobre el otro”, como dice Claudel, una especie de Platón y una variante de Sócrates mantienen amistosamente una discusión transatlántica.

 

* Traducción de María del Carmen Rodríguez, 2013, Buenos Aires.

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